Una vez más nuestra recomendación de lectura es un libro de autoficción, uno de los que recomendamos en nuestros talleres de escritura autobiográfica. El libro “Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado” es la biografía de la escritora y activista afroamericana Maya Angelou. El libro se publicó por primera vez en 1969. Es el primero de una serie de siete volúmenes en el que relata su vida desde su infancia en el sur segregado de Estados Unidos hasta su adolescencia y juventud en California. Una etapa marcada por la pobreza, el abuso sexual y el racismo.
La obra describe las luchas que Angelou enfrentó debido a su raza y género, así como su búsqueda de identidad y sentido de pertenencia en una sociedad que a menudo la marginaba y discriminaba. El título del libro proviene de un poema de Paula Laurence Dunbar. Se refiere a la idea de que, a pesar de las dificultades y opresiones que enfrentó, Angelou siempre mantuvo su espíritu libre y cantó su propia canción.
La crítica ha aclamado el libro por la franqueza y la habilidad de la autora para retratar la experiencia de la vida de los afroamericanos en los Estados Unidos del siglo XX. También es considerada una obra importante en la literatura feminista y de la lucha por los derechos civiles.
A lo largo del libro, Angelou describe cómo encontró su voz como escritora. Y tú, ¿encontrado tu voz? Adentrarse en la escritura autobiografía es una buena manera de encontrar tu voz propia como escritor.
A continuación, incluimos un breve fragmento:
¿Por qué me miras así?
No he venido a quedarme…
No era tanto que hubiese olvidado cuanto que no podía ponerme a recordar. Había cosas más importantes.
¿Por qué me miras así?
No he venido a quedarme…Que pudiese o no recordar el resto del poema carecía de importancia. La verdad de esa afirmación era como un pañuelo empapado que tuviese yo apretado en las manos y cuanto antes lo aceptaran antes podría abrir las manos para que el aire me secase las palmas.
¿Por qué me miras así…?
Los niños de la sección infantil de la Iglesia Metodista Episcopal de Personas de Color estaban agitándose y lanzando risitas ante mi proverbial despiste.
Cada vez que respiraba, mi vestido de tafetán de color lavanda crujía y, al aspirar aire para exhalar la vergüenza, sonaba como el papel rizado en la parte trasera de un coche fúnebre.
Al ver a la Yaya poner volantes fruncidos en el dobladillo y plieguecitos muy monos en torno a la cintura, había comprendido que, cuando me vistiese con él, parecería una estrella de cine. (Era de seda, lo que compensaba su horrible color). Iba a parecer una de esas lindas niñas blancas que eran el ideal de todo el mundo, el sueño de un mundo como Dios manda. Delicadamente apoyado en la negra máquina de coser Singer, parecía mágico y, cuando me lo vieran puesto, vendrían corriendo a decirme: «Marguerite (algunos “querida Marguerite”), perdónanos, por favor; no sabíamos quién eras», y yo respondería generosa: «No, no podíais saberlo. Desde luego, os perdono».
Solo de pensarlo, pasé días enteros como si un hada me hubiese tocado con su varita, pero el sol de las primeras horas de la mañana de Pascua Florida había revelado que ese vestido era un remiendo feísimo de un desecho, en tiempos púrpura, de una mujer blanca. Era largo como el de una señora mayor, pero no ocultaba mis flacas piernas, untadas de vaselina y empolvadas con arcilla roja de Arkansas. Con su tono descolorido, hacía parecer mi piel sucia como el barro y todos los presentes en la iglesia estaban mirando mis flacas piernas.
¡Menuda sorpresa se llevarían el día en que despertara de mi feo sueño negro y mi pelo de verdad, largo y rubio, ocupase el lugar de la crespa maraña que la Yaya no me dejaba alisar! Mis claros ojos azules iban a hipnotizarlos, después de todo lo que habían dicho —que si mi «papá debía de haber sido chino» (creía que querían decir hecho de porcelana china, como una taza) y demás—, porque tenía ojos muy pequeños y estrábicos. Entonces entenderían por qué no se me había pegado nunca el acento del Sur ni hablaba la jerga común y por qué habían de forzarme para que comiese coles y morro de cerdo: porque era, en realidad, blanca y una cruel madrastra duende, celosa, lógicamente, de mi belleza, me había convertido en una chica negra fuertota, de crespo pelo negro y pies grandes y con un hueco entre los dientes por el que habría cabido un lápiz del número 2.
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